jueves, 9 de abril de 2020


  • CAMA Y MESA

                                                                                                   JJAZ
El sol acariciaba las riquezas corpóreas de la dama del anillo, mientras el acompañante devoraba una novela, no sé si de aventuras o de hazañas, porque sabía dar, en el momento preciso al cambio de hoja, un gran mordisco a los emparedados extraídos de alguna canasta.  Fue en una de sus inmersiones golosas al follaje de letras, cuando pude apreciar con más rigor en su plena magnitud la sinuosidad de trazos curvilíneos en la mujerona. Ella, haciendo honor al estereotipado instinto fémino de vanidad más recurrente, supo alternar con amañado atrevimiento el untado del brebaje sobre la apiñonada piel, con las leves y discretas remiradas para constatar mis actos alucinatorios hacia la dotación carnal de su belleza. Apenas notara que mi lascivia era advertida por su compañero, al estirar la mano para cambiar de página, turbada, exclamó a regañadientes:
¿Se le perdió algo, señor? Porque veo que no me quita los ojos de encima.
Un hondo silencio precedería al murmullo del iracundo mar, al gorjeo matinal de las gaviotas, al ajetreo no lejano de turistas, correteando en bañador sobre la arena.
Nada, respondí, aparentando calma sólo que, no pude resistir la tentación de buscarle la etiqueta a su biquini, para cerciorarme si se trataba, en efecto, de un Chateau Renar. Sabe, por eso de lo exclusivos y raros que son fuera del mercado europeo.
Si vuelves a ponerle un ojo a “Queta”, te rajo la cara. ¡Marica desgraciado!
          ¿Qué dices, idiota? ¿Acaso tengo facha de invertido? Si no quieres que otros le vean el coño a tu vieja, no la exhibas con semejantes hilos.
¡Ah, perro, caíste tú solito: era por ella por quien se te caía la baba!
¡Piérdete en tu mugre libro y deja que otros saboreen lo que no atiendes!
    Al ver a su pareja hincharse de un rojo atomatado, la damisela interviene, nerviosa, con intensión de poner calma:
E… en efecto, señor, este biquini es un Chateau; una joyita que no por cualquier bicoca se consigue en los almacenes de Ixtapa. Era una sorpresa para mi prometido, pero, como usted puede ver, los futbolistas son un poco distraídos y, de tanto desenvolverse entre calzones y piernas ajenas, son incapaces de apreciar lo de su propia cama.
¡Ah, de modo que ahora me tildas de cegatón y bobo!, replicó el segundo hombre, visiblemente ofendido.
No quise decir eso, mi vida. Pero aquí el señor… Rodríguez, ratifico Ha tenido, en buen plan, dar la razón a mis horas de gimnasio. Por lo que, en lugar de enojarte, deberías de agradecer su buen gusto en materia de estética, para con tu mujer.
¿Qué?, refunfuñó, petrificado el prometido, mientras proseguía la mujer:  Por cierto, Don…  Rodríguez, aprovechando su refinado gusto, y si no es molestia aparte, ¿podría indicarme si el brassier magenta me le da a la trusa en rosa?, no es mi intención agudizar el busto, pero ya ve, los tonos sugerentes resaltan, dicho sea de paso, la figura ¿no lo cree usted?
¡Enriqueta! ¿Es que pretendes ridiculizarme delante de este… fantoche? ¿o te estás tomando revancha porque abracé de más a Mireya en su cumpleaños? Ya sé que lo notaste, y más cuando se despidió de beso, rozándome el bigote con su oreja. Te he de confesar de una vez, que sí, no te lo voy a negar, era ella ese romance secreto  que viví en Torreón la pretemporada del 97. Pero de eso, a que te estés desquitando frente a este mequetrefe, no me ha caído en gracia.
¡Ah, con que esas tenemos, sinvergüenza!, además de, a la Roxana, ¿también te tumbaste a la resbalosa de Mireya? No sabía que esa “perdida” fuera a hacerte caer en su maraña, ardida porque, Pocho, su hermano, fue al único de los chambelanes que le permití besarme en la fiesta de mis quince.  
¡Vaya sorpresita me guardabas! Me he quedado de una pieza. De modo que Pocho, el “pica pozos” anduvo tras tus huesos… a ese bato no se le iba una sola “viva”. Ahora me explico lo de la pérdida de tu virginidad en bicicleta. ¡A mí no me la pegas, chiquita, bien que te la ha de ver “excavado” ese méndigo fajador!
¡Ah si!, pues, a ti  menos que a nadie te queda darte aires de pureza, mi cielo, después de lo de la Rox y lo de la golfa de Mireya, esas bastardas ofrecidas que presumen de haberse trepado a lo mejor de la prepa. No cabe duda, Casimiro, todo este tiempo has sido un cerdo a mis espaldas. ¡Quién lo dijera!
 ¡Calma, señores un momento!, intervine, en tono conciliador­  ¿Qué ganan con lastimarse por lo que ya pasó?, además, no se vale ventilar viejas conquistas delante de tanta gente indiscreta y chismosa. Les propongo algo, conozco un restaurant apropiado, no lejos del malecón, donde, por cierto, la especialidad de la casa es una sopa de abulón exquisita, acompañada de un whisquicito de lo mejor.
¡Tú cállate, bast…!, iba a protestar el segundo hombre, pero, para su sorpresa, sólo atinó a balbucir, incrédulo, con una rara expresión dividida entre ira y gula, la cual finalmente se decantó en lo último: ¿Dijiste, abulón?, ¡re canijo, si precisamente es el platillo que le decía a Queta, ansiaba encontrarme en este viaje! Tú sabes, en cosas de antojos…
Te comprendo, vale, te comprendo, proferí., echándole una ojeada a su prometida. El goloso hombre continuó: a decir verdad, no he probado la sopa de abulón desde que la abuela me la cocinara, la víspera de su deceso. Aunque, viéndolo bien, ¿a qué viene ahora esto? ¡Dios mío, no debo pasar por alto tu irrespetuoso proceder!
Vamos, Casimiro, no es para tanto, intercedió ella  No te da pena que el señor… Rodríguez, corregí Se haya fijado, mejor que tú, en mis piernas, en mis… nalgas, dije, tímidamente  en mis… erguidas tetas, sentencié sin miramientos  sí, y en mis… caderas de violonchelo, volví a agregar  ¡Ah, lo ves!, le reclamó, luego, volviéndose a mí dijo: es tan galante usted,  señor Rodríguez, siendo tan escasa hoy en día la sinceridad, que no sabría como agradecer sus sinceros cumplidos, es tan atrevidillo... Sonrió pícaramente  y pocos los caballeros que suelen decir lo que piensan ante la mujer, en lugar de maquinar en su mente perversidades con tal sadismo.  Aprovechando su inusual descaro, que, yo tomo como expresión de franqueza más que de valentía, me voy a atrever también, en sintonía con su arrojo, a suplicarle  me califique alguna otra partecita; usted sabe, las mujeres estamos dispuestas a escuchar estos piropos con tal agrado…
Oh, claro, pues verá usted, dije, mirando de soslayo al prometido, que permanecía impávido, como absorto al discurrir de los acontecimientos tiene además un ombligo muy exótico, dibujado en ese portentoso vientre, dan ganas de besárselo a punta de lengua;  ¡y ese cuello, señora! Mmmm, se antoja tomarlo como base de operaciones para ungir la crema del bronceado. Porque, con todo respeto, Casimiro, dije, precisamente faltándole al respeto a fuerza de costumbre se le adormece a uno el sentido, ¿o a ver, tú qué opinas de ese cuello marmóreo?, digno de una helénica estatua. Me figuro que lo habrás recorrido tantas veces…
Jo, jo, jo, dijo ruborizado el segundo hombre prefiero guardarme mi opinión para no echar a perder este loco momento de desfachatez absoluta. Amigo Rodríguez, mejor vayamos, sin demora,  a probar esa ricura de abulón, que, al igual que Enriqueta, ya ha de estar en su punto.   
    Ella levantaría su antes tensado cuerpo de la silla de playa, tras un largo suspiro que no sé si fue de alivio o rendición. El mar entretejía sus embates, alborotado y candente bajo el resuelto mediodía. La naturaleza humana se entreveía simple, sin tapujos, despojada de norma o convención alguna, con la  sola promesa de un hambre primordial apremiante, insatisfecha. Toda “ella” envuelta en un aire renovado. Todo “él” acometiendo el final de su capítulo, con avidez malsana, como deseando anticipar el final de la trama.

sábado, 25 de junio de 2016

EL RETRATO

    Al constatar la viuda que en su casa había faltado siempre el preciado retrato matrimonial, contrató los servicios de un fotógrafo venido de la ciudad, para que valiéndose de sus fotografías hiciera “posar” a los consortes. A sabiendas de que el esquivo occiso ya no podría negarse, la cliente, una vez escogidas sus imágenes predilectas, complacida de imaginar colgado el cuadro como valioso trofeo en la entrada principal de su morada, con aire de envanecimiento, instruyó al artista: “Le dejo junto a la foto de mis quince otra de mi marido, donde se ve bien presentado. Ah, y para más formalidad, no me gustaría que saliera con ese sombrero puesto. ¡Se lo quita, por favor!”. De acuerdo, asintió el fotógrafo, recibiendo las dos fotos y un tercio de la paga por adelantado.

    A punto de marcharse, el artista de la lente, pensativo, se regresa a preguntarle a la mujer: “Oiga, si no es indiscreción, ¿para qué lado se peinaba su esposo?”. –La doña, ceja arqueada, pelando la órbita del ojo, sin malicia, le contesta: “Pos ahí se le fija, ¿no?, al fin y al cabo, le va a quitar el sombrero”.

                                                                                                                                                   J.J.A.Z

domingo, 27 de julio de 2014


OJO DE PEZ

Soy Fraché Rheis. Me considero un fotógrafo de los cien mil demonios, porque retrato hasta la suerte misma si se asoma bajo el disfraz indemne de un cuerpo de mujer. De mi nonagenario abuelo heredé la lascivia, su cámara Leica  y una lente ojo de pez.

Todos mis altibajos vienen del retrato de Sheila. Ella jamás hubiera concebido ser  inmortalizada bajo la perspectiva de mi lente maldita, prescrita más para realzar patrones de edificios, que regodeos de pubis. Imaginen su cerámico torso de institutriz del medievo, esbozado por la concavidad retorcida de curvas hacia el infinito. ¡Quién lo dijera!, una beldad tan inmodesta, verse así, difuminada en haces divergentes por efecto del angular más portentoso. ¡Oh, Sheila! voluptuosidad inerme, maniquí frívolo con un solo defecto, divulgado, de tajo, por mi Leika III f  y el ladino ojo de pez.

Verán ustedes, como el trebejo era de rollo, mi revés acaeció en el revelado. Sheila, mordiéndose las uñas o atizando la luciérnaga quemante de un cigarrillo entre los labios, se tambaleaba nerviosa por el pasillo, recelando al dictamen. A ojos vistos (mejor dicho, a lente vista), le abrumaba su complicidad malévola en tamaña elucubración visual. ¡Oh, Sheila!, bichillo angelical ignoto con capacidades ¡tan diferentes!

De entrada, sólo quería mostrarme algún esbozo de seno, replegando el entreabierto escote, eclipsado a media luna por los “anteojos” de encaje.

¡No, Sheila, no!, ¡déjate ver volumen!, ¡fuera blusa!, ¡fuera falda! Es tu primicia, dale a la cámara tu esencia, dame risas, textura frugal, dame sol en tu mirada.

Y me daría el secreto.

Desde el principio, convenimos que sería una sola foto, revelada con la última película Kodak del armario. Un solo disparo, certero, luminoso.

¡Sheila, ábrele! ¡Sheila, déjale! ¡Sheila, dáteme! ¡Sheila! ¡Sheila!

Y le tiré  el disparo…

Ella volteó frenética. Dos palabras indecibles coronaban sus labios a f/4. Alegórico diafragma casi un himen cuya compuerta en la irrupción de luz fue un aleteo. Su mejilla purpúrea despabilaba el rostro, reflejando el estatus del traspié, o ¡ve tú a saber!, tras el flashazo, balbuciría un "duele".

Intentemos enfocar el encuadre:

Sola, tersa, derramada en el sofá Luis XV con expresión de rosa, el flash de beso refulgente bajo la luna eréctil, ungido como un velo. No sé si fue expresión de goce o estupefacción lo que siguió al disparo penetrante, oblicuo... mimo de luz, punto de confusión e íntimo roce, noche de pundonor y cosquilleo; desbocado afán en el diván de quinta, ante la doble mirada de la lente.

El silencio prologó su grito cuando empuñó la ropa. ¡Ves! Me dijo amoldándose “el secreto” para despedirse. Mis pantalones repujaban arrugas por la mezclilla azul, manchada quien sabe de qué. No reparé en el rictus contradictorio que anegaba sus ojos al abotonarse aquel amarillento encaje. Fue tan nimia su expresión que no supe si reía o lloraba. Una bofetada en pleno rostro, me dio la respuesta.

Vine a saber su paradero hasta el post proceso. Nunca la supuse así, sostenida apenas por los metales en sus piernas, embistiendo la penumbra del cuarto infrarrojo con su arrítmico andar, decidida a todo por el negativo, con el temor de que la foto fuera a parar al Facebook o a la prensa. Pero, al mirar la efigie, todavía hundida bajo elixires de emulsiones de plata, se quedó estupefacta. El ojo de pez arremetía en mi defensa, desvelando la rectificación de piernas más perfecta que una poliomielitis transfigurara en arte. Foto que, desde luego, hoy yace exhibida en una galería de Oslo, alimentando miradas lujuriosas.

Totalicemos cuadro: ¿Sheila?, sin duda, se ha convertido en mi bastión de guerra. Habrá que decirlo, por qué no, me encadenó para siempre a la fotografía analógica, a sus terapias de rehabilitación y a su cintura, crecida hasta desproporciones épicas –y elevados honorariospor un secreto de diván.
                                                                                                                                                 J.J.A.Z
 

 

domingo, 4 de agosto de 2013

SER EL EJE


Al fin lo descubría: él era el centro. La magnitud de los límites le había impedido siempre deslindar los confines, delimitar entornos con sus huellas. Pero era innecesaria otra interpretación tan fulminante cuanto ecléctica: al llegar hacia algo se remontaba en sí. Esa tarde recorrió el sendero en bicicleta, desplegando planicies por lo cóncavo; y a cada arreglo, en su cabida la distancia era diacrítica, equidistante del ápice de sus falanges o la extremidad del dorso con relación al cerro. Pedaleó como nunca para ser el de siempre, sonreiría histérico en la prisa del ventarrón polvoso aguijoneándolo, pedaleaba con retrospección dextrógira o levógira sin advertir la isomería del tiempo,  cada vez que intuía la conjetura, se contenía en la antítesis; del pedal a la tierra se interponía el aire con su legajo de algo. Aún sabiéndose el eje de las cosas, conflictuaba el principio de la acción y reacción. Nunca tuvo tiempo de eufemismos  o elucubraciones disgresoras cuando astilló el espejo. Él era el centro, sin lugar a dudas. Apenas lo supo, el pedal dimitió por el centrífugo desdén del pulso. Desorbitado, en su radial succión advertiría apenas las moléculas de sombra desconverger de un punto, en garabato, llegar concéntricas al piso para sorber el mundo.

J.J.A.Z.

DISQUISICIONES A DUO CON GEORGE PEREC


     El viento mueve las hojas de algún árbol que no soy, pero me parece ser el viento, la misma calle sin la espera insidiosa de los días, la contraparte del mendrugo de pan sobre un despostillado pocillo del ignorado basural que acopia, avaricioso, las manos que lo hurgan. Delante de mí no pasa nada o al menos, parece no pasar, y si pasara, no sé siquiera el porqué de su ocurrencia: raro transcurrir de lo inasido, lo breve, facsímil o acucioso.  En consonancia, George Perec1, sentencia:

Otra vez las palomas giran sobre la plaza. Qué es lo que desencadena este movimiento de conjunto; no parece ligado a un estimulo exterior (explosión, detonación, cambio de luz, lluvia, etc.) ni a una motivación particular, parece algo completamente gratuito: los pájaros levantan vuelo de golpe, dan una vuelta en torno a la plaza y vuelven a posarse sobre la canaleta de la alcaldía”.

    La gente pasa sin pasar, como si el leve “movimiento de  conjunto” le separara en partes abstraídas y nulas. Al mirar a un paseante por la plaza ¿veo realmente a un transeúnte, o a la idea que me hago de él: su representación?  La vida, se diría, no camina, discurre, y parece valorizarse sólo en situaciones extremas como el dolor o la enfermedad. El propio Perec así lo delata:

“¿Qué diferencia existe entre un conductor que se estaciona de primera y otro que sólo logra hacerlo al cabo de varios minutos de laboriosos esfuerzos? Esto suscita el despabilarse, la ironía, la participación de la asistencia: no ver los únicos desgarrones, sino el tejido (pero cómo ver el tejido si sólo los desgarrones lo hacen visible: nunca nadie ve pasar los autobuses, salvo si se espera uno, o si se espera a alguien que va a descender de ellos, o si la dirección de transportes le paga a uno para contarlos...) Igualmente: ¿por qué dos monjas son más interesantes que otros dos transeúntes?”

    Estoy sin estar, la sensación de estar aquí, me deja estar sin ser; el pensamiento atemporal me sitúa en lo entredicho, sin demarcaciones concretas de lo real. Existe la ventana por donde se volatiliza el recuerdo para anular distancias, pero el tiempo  marca límites obtusos, alternancia entre seres, estertores y golpes de sonrisa entre la muchedumbre, más ésta, como dato estadístico,  si acaso existe, suele ser una cifra, más que un espécimen.

“Lo que pasa realmente, lo que vivimos, el resto, todo el resto, ¿dónde está? ¿Cómo dar cuenta de lo que ocurre cada día y vuelve a ocurrir cada día, lo banal lo cotidiano, lo evidente, lo común, lo ordinario, lo infraordinario, el ruido de fondo, lo habitual? ¿Cómo interrogarlo? ¿Cómo describirlo? Interrogar lo habitual. Pero justamente, estamos habituados a eso. No lo interrogamos, no nos interroga, no parece constituir un problema, lo vivimos sin pensar en ello, como si no fuera portador de ninguna información. Ni siquiera es condicionamiento, es anestesia. Dormimos nuestra vida con un sueño sin sueños. ¿Pero dónde está nuestra vida? ¿Dónde está nuestro cuerpo? ¿Dónde está nuestro espacio? Cómo hablar de esas ‘cosas comunes’, más bien cómo acorralarlas, cómo hacerlas salir, arrancarlas de la corriente en la que permanecen sumergidas, cómo darles un sentido, una lengua: que hablen finalmente de lo que existe, de los que somos”.

J.J.A.Z. 


1George Perec, 1992. Tentativa de agotar un lugar parisino. Letra e.

DIVAGACIONES DE HOSPITAL


Cuán largas son las horas de hospital si hay una ínfima esperanza. El túnel del pasillo desemboca siempre en una puerta desahuciada del tiempo, teñida de un color tan gris que estremece la piel con el hollín verduzco de los urinarios. Estar ahí, donde nunca quisieras, en un lugar no indicado para estar, y sin embargo estar,  inmerso en lo termal de una taza de té interpuesta en tu vida. Un periódico envuelto que comba las palabras impresas te acompaña, igual que gato o artefacto electrónico. ¿A qué vendrá ese minuto herido de silencio, la soledad sin alma del cloroformo de los hospitales, junto a sábanas tristes por el limítrofe escozor del hueso? ¿Serán los vivos del futuro, los muertos del pasado, sorbidos en la circularidad de la cifra? La velada se delata en pérdida, infringida con el agrio dulzor de los aniversarios sin festejo.  Junto a la ruda pendiente de la cama, una esposa dilata los instantes del marido postrado entre la hiel inconfesable de una cánula yerta. El labio extingue su desdén con la mirada absorta en la contemplación de un ídolo en su nicho. Se sabe pétalo y marchito, duda y certeza. Esa mujer opaca de esperanza desdibuja su rostro, suele ver en el pasado las pastillas de olvido, los roces del ungüento.  La gota le detona el tímpano con su tic tac de suero, los pliegues de su cuello la degüellan con la sonrisa lívida de la melancolía, entra su pensamiento a alguna herida… 
En las afueras, los perros hurgan las basuras orgánicas, y un relegado se aguijonea el brazo con anfetaminas. Su agobio es la punción de un incentivo; la noche un desarraigo.  La tormenta es de polvo, y la persiana, tamiza una canción azul que grita el autoestereo de un carro avejentado (la parquedad carece de valor ante el exceso, si hay clímax de vacío). En la sala de estar, los afligidos se agazapan la frente si les miras; la discreción es una forma de prevalecer a la intrusión ajena dislocados del mundo. El desenlace inevitable toma el control de las fisonomías… Sin proponértelo, te enterarás que le internaron “un tantos” de octubre.  El paso blanco e inaudible de las enfermeras, delatado sólo por los tintineos nerviosos de las agujas entre las bandejas, te indicará el momento…  Ese, donde saber callar es una fórmula convencional, irremediablemente necesaria.            

miércoles, 3 de agosto de 2011



TESTAMENTUM

Recorrí las polvorientas tumbas del panteón de Lutremo, pero justo en la verja oeste, a los pies de un montículo de tierra con la cruz retorcida, yacía un envoltorio de plásticos deteriorados.
–Puedes quedártelo.  –Profirió el guardián del camposanto–  A pesar de los cientos de dolientes que visitan las criptas y sepulcros, jamás nadie ha osado tomar el paquete de quien muriera inexplicablemente, hace más de 25 años.
Decidí guardarlo recelosamente en un rincón del ático. Allí permaneció dos décadas de dudas, temores y supersticiones, hasta un día como hoy…
Al entreabrirlo, la letra script martillaba las hojas de un manuscrito semi gótico, apenas legible. La negra cubierta de un abultado tomo se partía, sin autor, efigies ni título. En la entretapa, una deslustrada misiva de áureas letras, roídas por el moho, sentenciaba:
“Prisionero de ti, ente de asfalto, sicario de un futuro decrépito… cómo osaste instigar de la muerte mis memorias bélicas, sin otra lógica que tu intrusión de fisgo. ¡Puta la vida que asintió divulgar este misterio que se cierne a tus ósculos de vil gusano! Pagará malditas culpas tu osamenta en un voraz mausoleo, relegado del mundo, por la inclemente boga de esta retórica jamás urdida”.   (Marq. de R.T.  XII-26-1687).

Desde que entregué el manuscrito a mi editor de Papúa, no convenimos el precio por el plagio. Él me ofrece, de entrada, diez millones de rupias por ceder los derechos.
(Lástima que ayer, –escrito en mano– le encontraran en su bungalow,   …sin vida).

                                                                                                         
                                                                                                                J. J.A.Z.