OJO
DE PEZ
Soy Fraché Rheis. Me
considero un fotógrafo de los cien mil demonios, porque retrato hasta la suerte
misma si se asoma bajo el disfraz indemne de un cuerpo de mujer. De mi nonagenario
abuelo heredé la lascivia, su cámara Leica y una lente ojo de pez.
Todos mis altibajos
vienen del retrato de Sheila. Ella jamás hubiera concebido ser inmortalizada bajo la perspectiva de mi lente
maldita, prescrita más para realzar patrones de edificios, que regodeos de
pubis. Imaginen su cerámico torso de institutriz del medievo, esbozado por la
concavidad retorcida de curvas hacia el infinito. ¡Quién lo dijera!, una beldad
tan inmodesta, verse así, difuminada en haces divergentes por efecto del
angular más portentoso. ¡Oh, Sheila! voluptuosidad inerme, maniquí frívolo con
un solo defecto, divulgado, de tajo, por mi Leika
III f y el ladino ojo de pez.
Verán ustedes, como el
trebejo era de rollo, mi revés acaeció en el revelado. Sheila, mordiéndose las
uñas o atizando la luciérnaga quemante de un cigarrillo entre los
labios, se tambaleaba nerviosa por el pasillo, recelando al dictamen. A ojos
vistos (mejor dicho, a lente vista), le abrumaba su complicidad malévola en
tamaña elucubración visual. ¡Oh, Sheila!, bichillo angelical ignoto con
capacidades ¡tan diferentes!
De entrada, sólo quería
mostrarme algún esbozo de seno, replegando el entreabierto escote, eclipsado a
media luna por los “anteojos” de encaje.
–¡No,
Sheila, no!, ¡déjate ver volumen!, ¡fuera blusa!, ¡fuera falda! Es tu primicia,
dale a la cámara tu esencia, dame risas, textura frugal, dame sol en tu mirada.
Y me daría el secreto.
Desde el principio,
convenimos que sería una sola foto, revelada con la última película Kodak del
armario. Un solo disparo, certero, luminoso.
–¡Sheila,
ábrele! ¡Sheila, déjale! ¡Sheila, dáteme! ¡Sheila! ¡Sheila!
Y le tiré el disparo…
Ella volteó frenética.
Dos palabras indecibles coronaban sus labios a f/4. Alegórico diafragma –casi un himen– cuya compuerta en la
irrupción de luz fue un aleteo. Su mejilla purpúrea despabilaba el rostro,
reflejando el estatus del traspié, o ¡ve tú a saber!, tras el flashazo,
balbuciría un "duele".
Intentemos enfocar el
encuadre:
Sola, tersa, derramada
en el sofá Luis XV con expresión de rosa, el flash de beso refulgente bajo la
luna eréctil, ungido como un velo. No sé si fue expresión de goce o
estupefacción lo que siguió al disparo penetrante, oblicuo... mimo de luz, punto
de confusión e íntimo roce, noche de pundonor y cosquilleo; desbocado afán en
el diván de quinta, ante la doble mirada de la lente.
El silencio prologó su
grito cuando empuñó la ropa. –¡Ves!
–Me
dijo–
amoldándose “el secreto” para despedirse. Mis pantalones repujaban arrugas por
la mezclilla azul, manchada quien sabe de qué. No reparé en el rictus
contradictorio que anegaba sus ojos al abotonarse aquel amarillento encaje. Fue
tan nimia su expresión que no supe si reía o lloraba. Una bofetada en pleno rostro,
me dio la respuesta.
Vine a saber su
paradero hasta el post proceso. Nunca la supuse así, sostenida apenas por los
metales en sus piernas, embistiendo la penumbra del cuarto infrarrojo con su
arrítmico andar, decidida a todo por el negativo, con el temor de que la foto
fuera a parar al Facebook o a la prensa. Pero, al mirar la efigie, todavía hundida
bajo elixires de emulsiones de plata, se quedó estupefacta. El ojo de pez arremetía en mi defensa,
desvelando la rectificación de piernas más perfecta que una poliomielitis transfigurara
en arte. Foto que, desde luego, hoy yace exhibida en una galería de Oslo,
alimentando miradas lujuriosas.
Totalicemos cuadro:
¿Sheila?, sin duda, se ha convertido en mi bastión de guerra. Habrá que
decirlo, por qué no, me encadenó para siempre a la fotografía analógica, a sus
terapias de rehabilitación y a su cintura, crecida hasta desproporciones épicas
–y elevados
honorarios– por un secreto de diván.
J.J.A.Z
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