Al fin lo descubría: él
era el centro. La magnitud de los límites le había impedido siempre deslindar
los confines, delimitar entornos con sus huellas. Pero era innecesaria otra
interpretación tan fulminante cuanto ecléctica: al llegar hacia algo se
remontaba en sí. Esa tarde recorrió el sendero en bicicleta, desplegando
planicies por lo cóncavo; y a cada arreglo, en su cabida la distancia era
diacrítica, equidistante del ápice de sus falanges o la extremidad del dorso
con relación al cerro. Pedaleó como nunca para ser el de siempre, sonreiría histérico
en la prisa del ventarrón polvoso aguijoneándolo, pedaleaba con retrospección
dextrógira o levógira sin advertir la isomería del tiempo, cada vez que intuía la conjetura, se contenía
en la antítesis; del pedal a la tierra se interponía el aire con su legajo de
algo. Aún sabiéndose el eje de las cosas, conflictuaba el principio de la
acción y reacción. Nunca tuvo tiempo de eufemismos o elucubraciones disgresoras cuando astilló
el espejo. Él era el centro, sin lugar a dudas. Apenas lo supo, el pedal dimitió
por el centrífugo desdén del pulso. Desorbitado, en su radial succión advertiría
apenas las moléculas de sombra desconverger de un punto, en garabato, llegar
concéntricas al piso para sorber el mundo.
J.J.A.Z.
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