- CAMA Y MESA
JJAZ
El sol acariciaba las
riquezas corpóreas de la dama del anillo, mientras el acompañante devoraba una
novela, no sé si de aventuras o de hazañas, porque sabía dar, en el momento
preciso al cambio de hoja, un gran mordisco a los emparedados extraídos de
alguna canasta. Fue en una de sus
inmersiones golosas al follaje de letras, cuando pude apreciar con más rigor en
su plena magnitud la sinuosidad de trazos curvilíneos en la mujerona. Ella,
haciendo honor al estereotipado instinto fémino de vanidad más recurrente, supo
alternar con amañado atrevimiento el untado del brebaje sobre la apiñonada
piel, con las leves y discretas remiradas para constatar mis actos
alucinatorios hacia la dotación carnal de su belleza. Apenas notara que mi
lascivia era advertida por su compañero, al estirar la mano para cambiar de
página, turbada, exclamó a regañadientes:
–¿Se le perdió
algo, señor? Porque veo que no me quita los ojos de encima.
Un hondo silencio
precedería al murmullo del iracundo mar, al gorjeo matinal de las gaviotas, al
ajetreo no lejano de turistas, correteando en bañador sobre la arena.
–Nada, respondí,
aparentando calma– sólo que, no pude
resistir la tentación de buscarle la etiqueta a su biquini, para cerciorarme si
se trataba, en efecto, de un Chateau Renar. Sabe, por eso de lo exclusivos y
raros que son fuera del mercado europeo.
–Si vuelves a
ponerle un ojo a “Queta”, te rajo la cara. ¡Marica desgraciado!
–¿Qué dices, idiota? ¿Acaso tengo facha
de invertido? Si no quieres que otros le vean el coño a tu vieja, no la exhibas
con semejantes hilos.
–¡Ah, perro,
caíste tú solito: era por ella por quien se te caía la baba!
–¡Piérdete en tu
mugre libro y deja que otros saboreen lo que no atiendes!
Al ver a su pareja hincharse de un rojo
atomatado, la damisela interviene, nerviosa, con intensión de poner calma:
–E… en efecto,
señor, este biquini es un Chateau; una joyita que no por cualquier bicoca se
consigue en los almacenes de Ixtapa. Era una sorpresa para mi prometido, pero,
como usted puede ver, los futbolistas son un poco distraídos y, de tanto
desenvolverse entre calzones y piernas ajenas, son incapaces de apreciar lo de su propia cama.
–¡Ah, de modo que
ahora me tildas de cegatón y bobo!, replicó el segundo hombre, visiblemente
ofendido.
–No quise decir
eso, mi vida. Pero aquí el señor… –Rodríguez,
ratifico– Ha tenido, en buen plan, dar la razón a mis
horas de gimnasio. Por lo que, en lugar de enojarte, deberías de agradecer su
buen gusto en materia de estética, para con tu mujer.
–¿Qué?,
refunfuñó, petrificado el prometido, mientras proseguía la mujer–:
Por cierto, Don… Rodríguez,
aprovechando su refinado gusto, y si no es molestia aparte, ¿podría indicarme
si el brassier magenta me le da a la trusa en rosa?, no es mi intención
agudizar el busto, pero ya ve, los tonos sugerentes resaltan, dicho sea de
paso, la figura ¿no lo cree usted?
–¡Enriqueta! ¿Es
que pretendes ridiculizarme delante de este… fantoche? ¿o te estás tomando
revancha porque abracé de más a Mireya en su cumpleaños? Ya sé que lo notaste,
y más cuando se despidió de beso, rozándome el bigote con su oreja. Te he de
confesar de una vez, que sí, no te lo voy a negar, era ella ese romance secreto que viví en Torreón la pretemporada del 97.
Pero de eso, a que te estés desquitando frente a este mequetrefe, no me ha
caído en gracia.
–¡Ah, con que
esas tenemos, sinvergüenza!, además de, a la Roxana, ¿también te tumbaste a la
resbalosa de Mireya? No sabía que esa “perdida” fuera a hacerte caer en su
maraña, ardida porque, Pocho, su hermano, fue al único de los chambelanes que
le permití besarme en la fiesta de mis quince.
–¡Vaya sorpresita
me guardabas! Me he quedado de una pieza. De modo que Pocho, el “pica pozos”
anduvo tras tus huesos… a ese bato no se le iba una sola “viva”. Ahora me
explico lo de la pérdida de tu virginidad en bicicleta. ¡A mí no me la pegas,
chiquita, bien que te la ha de ver “excavado” ese méndigo fajador!
–¡Ah si!, pues, a
ti menos que a nadie te queda darte
aires de pureza, mi cielo, después de lo de la Rox y lo de la golfa de Mireya,
esas bastardas ofrecidas que presumen de haberse trepado a lo mejor de la
prepa. No cabe duda, Casimiro, todo este tiempo has sido un cerdo a mis espaldas.
¡Quién lo dijera!
–¡Calma, señores un
momento!, intervine, en tono conciliador– ¿Qué ganan con lastimarse por lo que ya
pasó?, además, no se vale ventilar viejas conquistas delante de tanta gente
indiscreta y chismosa. Les propongo algo, conozco un restaurant apropiado, no
lejos del malecón, donde, por cierto, la especialidad de la casa es una sopa de
abulón exquisita, acompañada de un whisquicito de lo mejor.
–¡Tú cállate,
bast…!, iba a protestar el segundo hombre, pero, para su sorpresa, sólo atinó a
balbucir, incrédulo, con una rara
expresión dividida entre ira y gula, la cual finalmente se decantó en lo último–: ¿Dijiste, abulón?, ¡re canijo, si
precisamente es el platillo que le decía a Queta, ansiaba encontrarme en este
viaje! Tú sabes, en cosas de antojos…
–Te comprendo,
vale, te comprendo, proferí., echándole una ojeada a su prometida. El goloso
hombre continuó–: a decir verdad, no
he probado la sopa de abulón desde que la abuela me la cocinara, la víspera de
su deceso. Aunque, viéndolo bien, ¿a qué viene ahora esto? ¡Dios mío, no debo
pasar por alto tu irrespetuoso proceder!
–Vamos, Casimiro,
no es para tanto, intercedió ella– No te da pena que el señor… –Rodríguez, corregí– Se haya fijado, mejor que tú, en mis piernas, en mis… –nalgas, dije, tímidamente–
en mis… –erguidas tetas,
sentencié sin miramientos– sí, y en mis… –caderas de violonchelo, volví a agregar– ¡Ah, lo ves!, le reclamó,
luego, volviéndose a mí dijo:– es tan galante usted, señor Rodríguez, siendo tan escasa hoy en día
la sinceridad, que no sabría como agradecer sus sinceros cumplidos, es tan
atrevidillo... –Sonrió pícaramente–
y pocos los caballeros que suelen decir lo que piensan ante la mujer, en
lugar de maquinar en su mente perversidades con tal sadismo. Aprovechando su inusual descaro, que, yo tomo
como expresión de franqueza más que de valentía, me voy a atrever también, en
sintonía con su arrojo, a suplicarle me
califique alguna otra partecita; usted sabe, las mujeres estamos dispuestas a
escuchar estos piropos con tal agrado…
–Oh, claro, pues
verá usted, dije, mirando de soslayo al prometido, que permanecía impávido,
como absorto al discurrir de los acontecimientos– tiene además un ombligo muy exótico, dibujado en ese portentoso
vientre, dan ganas de besárselo a punta de lengua; ¡y ese cuello, señora! Mmmm, se antoja
tomarlo como base de operaciones para ungir la crema del bronceado. Porque, con
todo respeto, Casimiro, –dije,
precisamente faltándole al respeto– a
fuerza de costumbre se le adormece a uno el sentido, ¿o a ver, tú qué opinas de
ese cuello marmóreo?, digno de una helénica estatua. Me figuro que lo habrás
recorrido tantas veces…
–Jo, jo, jo, dijo
ruborizado el segundo hombre–
prefiero guardarme mi opinión para no echar a perder este loco momento de
desfachatez absoluta. Amigo Rodríguez, mejor vayamos, sin demora, a probar esa ricura de abulón, que, al igual
que Enriqueta, ya ha de estar en su punto.
Ella levantaría su antes tensado cuerpo de
la silla de playa, tras un largo suspiro que no sé si fue de alivio o
rendición. El mar entretejía sus embates, alborotado y candente bajo el
resuelto mediodía. La naturaleza humana se entreveía simple, sin tapujos,
despojada de norma o convención alguna, con la
sola promesa de un hambre primordial apremiante, insatisfecha. Toda
“ella” envuelta en un aire renovado. Todo “él” acometiendo el final de su
capítulo, con avidez malsana, como deseando anticipar el final de la trama.