Cuentan que al laureado poeta de la Nueva España don Juan de Torres y Subiza, Marqués de la Villa de Atzahuayo, y fiel devoto de la Santa Túnica, le fue concedido, en su lecho de muerte, conocer un verso memorable de cada uno de los siete siglos venideros.
¡La fiebre arreciaba!… levantó la cabeza hacia las vigas y ante el relampaguear glorioso del instante, leyó impaciente entre celajes que nublaban su vista:
(Siglo XVI: “: “Resuelta en polvo ya, más siempre hermosa”)
(Siglo XVII: “Detente, sombra de mi bien esquivo”…)
(Siglo XVIII: “Esta corona, adorno de mi frente, esta sonante lira y flautas de oro”…)
¡La fiebre arreciaba!… levantó la cabeza hacia las vigas y ante el relampaguear glorioso del instante, leyó impaciente entre celajes que nublaban su vista:
(Siglo XVI: “: “Resuelta en polvo ya, más siempre hermosa”)
(Siglo XVII: “Detente, sombra de mi bien esquivo”…)
(Siglo XVIII: “Esta corona, adorno de mi frente, esta sonante lira y flautas de oro”…)
Llegado a este punto se extasió en febril ausencia…
(Siglo XIX: “¿Qué signo haces, oh cisne, con tu encorvado cuello?”…) La duda en tan flamante verso comenzó a turbar su rostro:
(Siglo XX:“Hay espejos que debieran haber llorado de vergüenza y espanto”…)
Cambió el talante, y, al ver:
(Siglo XXI:“Joder a cuatro patas, hasta sentir el culo de la noche y romper a palos el espíritu de Dios”)
fue arrugando su tez cual si embutiera, de golpe, algún confite emponzoñado.
(Sig. XXII:“Excrementación silábica, ansia coprófila y bendita que intrincáis mi grupa”)
Anonadado por los dos últimos versos... retorció la conciencia su degüello de olvido. Por once noches y once días gravitó su alma el callejón de la Condesa. El otrora poeta, -cuenta un Oidor de vuestra Real Audiencia-, salvó de milagro el pellejo, y cabizbajo, en su rictus la demencia le dejó venir indiferente al mundo por dos años más en el mesón de Castilla, donde murió una tarde, impávido y tieso, afín a los agriados labios que lo ataviaran burdos, temblorosos…
J.J.A.Z
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